El rey sabio
Hace muchos, muchos años en una ciudad
de Irán llamada Wirani, hubo un rey que gobernaba con firmeza su
territorio. Había acumulado tanto poder que nadie se atrevía a
cuestionar ninguna de sus decisiones: si ordenaba alguna cosa, todo el
mundo obedecía sin rechistar ¡Llevarle la contraria podía tener
consecuencias muy desagradables!
Podría decirse que todos le temían, pero
como además era un hombre sabio, en el fondo le respetaban y
valoraban su manera de hacer las cosas.
En Wirani solo había un pozo pero era
muy grande y servía para abastecer a todos los habitantes de la ciudad.
Cada día centenares de personas acudían a él y llenaban sus tinajas para
poder beber y asearse. De la misma manera, los sirvientes del rey
recogían allí el preciado líquido para llevar a palacio. Así pues, el
pobre y el rico, el rey y el aldeano, disfrutaban de la misma agua.
Sucedió que una noche de verano,
mientras todos dormían, una horripilante bruja se dirigió sigilosamente
al pozo. Lo tocó y comenzó a reírse mostrando sus escasos dientes negros
e impregnando el aire de un aliento que olía a pedo de mofeta ¡Estaba a
punto de llevar a cabo una de sus maquiavélicas artimañas y eso le
divertía mucho!
– ¡Ja, ja, ja! ¡Estos pueblerinos se van a enterar de quién soy yo!
Debajo de la falda llevaba una bolsita, y
dentro de ella, había un pequeño frasco que contenía un líquido
amarillento y pegajoso. Lo cogió, desenroscó el pequeño tapón, y dejó
caer unas gotas en el interior del pozo mientras susurraba:
– Soy una bruja y como bruja me comporto ¡Quien beba de esta agua se volverá completamente loco!
Dicho esto, desapareció en la oscuridad de la noche dejando una pequeña nebulosa de humo como único rastro.
Unas horas después los primeros rayos
del sol anunciaron la llegada del nuevo día. Como siempre, se escucharon
los cantos del gallo y la ciudad se llenó del ajetreo diario.
¡Esa mañana el calor era sofocante!
Todos los habitantes de Wirani, sudando como pollos, corrieron a buscar
agua del pozo para aplacar la sed y darse un baño de agua fría.
Curiosamente, nadie se dio cuenta de que el agua no era exactamente la
misma y algunos hasta exclamaban:
– ¡Qué delicia!… ¡El agua del pozo está hoy más rica que nunca!
Todos la saborearon excepto el rey, que casualmente se encontraba de viaje fuera de la ciudad.
Pasó el caluroso día, pasó la noche, y
el nuevo amanecer llegó como siempre, pero lo cierto es que ya nada era
igual en la ciudad ¡Todo el mundo había cambiado! Por culpa del hechizo
de la bruja, hombres, mujeres, niños y ancianos, se levantaron
nerviosos y haciendo cosas disparatadas. Unos deliraban y decían cosas
sin sentido; otros comenzaron a sufrir alucinaciones y a ver cosas raras
por todas partes.
No había duda… ¡Todos sin excepción habían perdido el juicio!
El rey, ya de regreso, fue
convenientemente informado de lo que estaba sucediendo y salió a dar un
paseo para comprobarlo con sus propios ojos. Los ciudadanos se
arremolinaron en torno a él, y al ver que no se comportaba como ellos,
empezaron a pensar que se había vuelto loco de remate.
Completamente trastornados salieron corriendo en tropel hacia la plaza principal para decirse unos a otros:
– ¿Os habéis dado cuenta de que nuestro rey está rarísimo? ¡Yo creo que se ha vuelto majareta!
– ¡Sí, sí, está como una cabra!
– ¡Tenemos que expulsarlo y que gobierne otro!
Imagínate un montón de personas fuera de
control, totalmente enloquecidas, que de repente se convencen de que
las chifladas no son ellas, sino su rey. Tanto revuelo se formó que el
monarca puso el grito en el cielo.
– ¡¿Pero qué
demonios está pasando?! ¡Todos mis súbditos han perdido el seso y
piensan que el que está loco soy yo! ¡Maldita sea!
A pesar de la difícil papeleta a la que
tenía que enfrentarse, decidió mantener la calma y reflexionar.
Rápidamente, ató cabos y sacó una conclusión que dio en el clavo:
– Ha tenido que ser
por el agua del pozo… ¡Es la única explicación posible! Sí, está claro
que todos han bebido menos yo y por eso me he salvado… ¡Apuesto el
pescuezo a que esto es cosa de la malvada bruja!
Mientras cavilaba, vio de reojo a un alfarero que llevaba una jarra de barro en la mano.
– ¡Caballero, présteme la jarra!
– ¡Aquí tiene, majestad, toda suya!
El monarca la agarró por el asa, apartó a
la gente a codazos y dando grandes zancadas se plantó frente al pozo de
agua sin ningún tipo de temor. Los habitantes de Wirani se apelotonaron
tras él conteniendo la respiración.
– Así que pensáis que el loco soy yo ¿verdad? ¡Pues muy bien, ahora mismo voy a poner solución a esta desquiciante situación!
El rey metió la jarra en el pozo y bebió
unos cuantos sorbos del agua embrujada. En cuestión de segundos, tal
como había sentenciado la bruja, enloqueció como los demás.
Y… ¿sabes qué pasó? Pues que los
perturbados ciudadanos comenzaron a aplaudir porque pensaron que al fin
el rey ya era como ellos, es decir… ¡que había recobrado la razón!
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